El primer domingo de mayo es el día de la madre. El origen de este día es, como muchas de las tradiciones que siguen hoy vigentes en nuestro país, de carácter religioso. Mayo, quinto mes del año, es el mes de la virgen María, madre de Jesús. No es de extrañar que el primer domingo (día del Señor) de este mes, sea el elegido para para festejar su día: el de la Virgen María como madre del Señor y, por extensión, el día de todas las madres.
Relacionar a la María Virgen con el resto de madres –y por tanto, con el resto de las mujeres—ha sido especialmente negativa para nosotras. Ser mujer se asociaba con nuestra función reproductiva: la maternidad. Si no eras madre, no servías para nada. No eras mujer. Ha sido motivo de rechazo íntimo, y también social. Excusa para estigmatizar y, como otros tantos, motivo para supeditar.
También ser madre ha estado condicionado por la onomástica y el recuerdo celestial: la madre ha de ser santa, buena, bondadosa, discreta y, sobre todo, asumir lo que le dice el padre, tal y como María hizo, asumiendo una maternidad divina, por designación del Todopoderoso (y además, sin placer por medio, que las mujeres no estaban para gozar). Un peso que arrastramos a nuestras espaldas, junto con tantas y tantas etiquetas que intentan definirnos y crearnos un patrón desde el que aun en este siglo XXI, salirse tiene un coste social, emocional y también familiar.
Con motivo del Día de la madre, quiero pensar en algunas de las que tengo a mi alrededor y poner en valor sus trayectorias.
Las no madres
Lo haré desde el anonimato de un nombre de pila, pero convencida de que ellas sabrán quienes son, y muchas mujeres anónimas se sentirán reflejadas en sus historias. Comenzaré, aunque parezca paradójico, por la no madre. Amigas que han decidido no tener hijos, simplemente porque no les encaja en su modelo de vida, porque no les apetece la maternidad o porque no quieren cuidar y asumir las obligaciones que implica tener a un ser vivo a tu cargo que depende completamente de ti.
Mujeres que se hartan de oír a los que les rodean decir cosas como “se te va a pasar el arroz”; “tu postura es egoísta” o “te vas a arrepentir de estar tan centrada en tu carrera”. Mujeres para las que las comidas familiares son una tortura, pues su decisión, se convierte en objeto de debate en cada una de ellas, porque la sociedad no entiende que son mayores de edad, capaces de decidir por sí mismas y, sobre todo, diseñar su modelo de vida y elegir sobre sus cuerpos.
Más complejo si cabe, resulta cuando la decisión no se toma en primera persona, sino que la mujer no puede tener hijos. La violencia de tratamientos invasivos, el desanimo por no lograr el objetivo marcado y la frustración que supone no completar un proyecto personal, se suman al cuchicheo de terceros que, ajenos a lo que supone el proceso de asimilar que no vas a poder tener hijos cuando los deseas, juzgan y opinan hasta generar sufrimiento.
Así me lo explicaba mi amiga Alina, que con los ojos húmedos intentaba que yo entendiera la impotencia ante una decisión que no depende de ella, y que convierte su cuerpo yermo en una obsesión para los que la rodean, despreciando el dolor íntimo que ella asume e intenta superar.
La cigüeña y las mellizas
Ángeles decidió adoptar tras años de vivir estas situaciones. De la noche a la mañana (pero tras un largo viaje lleno de complicaciones), con mucho menos dinero en la cuenta corriente y una trayectoria de burocracia a sus espaldas, cuenta con dos niños que llegaron con una historia en el bolsillo y sin libro de instrucciones—como llegan siempre los retoños—a su vida y a la de su pareja.
Reconvertir rutinas y lidiar con dudas sobre el día a día de la maternidad, conviven con la sombra de reproches futuros o las posibles heridas en el alma de dos encantadores monstruos que necesitan un hogar, y como moneda de cambio dan miles de abrazos, algunos tímidos, pues se mantienen sobre pies de plomo por el miedo al enésimo rechazo, en un país que no es el suyo, pero con cuatro brazos y todo un entorno dispuesto a darles amor.
Margarita pasó años con esos tratamientos caros y lesivos hasta que uno por fin funcionó y hoy, 7 años más tarde, tiene a sus mellizas, que le han dejado huella en su salud y su figura. Pero nada importa por haber cumplido su sueño. Hoy suenan a anécdota, los intentos en los que no funcionaba la in vitro y ella perdía la esperanza, mientras volvía a llenar la hucha para probar la siguiente vez, a ver si era la definitiva y la cigüeña pasaba por su casa. Hoy es feliz con sus niñas, que no se parecen en nada, y que llenan de alegría los pasillos de su casa.
Margarita reconoce que ella se hubiera parado un día y no lo hubiera intentado más, pero su marido quería hijos, y ella sentía que había que volver a intentarlo. Hoy, él es un padre orgulloso, ella una madre estupenda, que sin embargo se ha quedado en casa para atender las necesidades de todos, dedicó el finiquito de su último trabajo al tratamiento que logró el éxito y sueña con recuperar algo de su tiempo, cuando las niñas sean un poco más grandes.
Cuando papá quiere recuperar el contacto
Mihaela no pudo decidir. Se quedó sola con su hija tras la enésima infidelidad de su pareja. En un país extraño, limpiar casas se convirtió en el único camino para conciliar y sacar adelante a su pequeña, que ya ha entrado en la pubertad y es su mayor orgullo.
Le pesa decidir sola, le pesa no llegar a todo, le pesa que tras años de silencio, el padre ahora quiere recuperar el contacto, y aunque no lo dice en alto, siente miedo de que la historia que él venda a la niña resulte más interesante, que el cuarto sin ascensor que tras un suplicio logró comprar para darle una vivienda digna a su hija, y la austeridad que esta compra ha conllevado, las jornadas de trabajo sin días de descanso que requiere el pago de la deuda de la vivienda, o la exigencia en los estudios para que la peque tenga opciones…
Mihaela ha dejado de ser joven sin darse cuenta de que la juventud pasaba por su lado. Su vida solo está centrada en sacar adelante a su hija y trabajar para ello, un motor sin duda valioso, pero que demuestra que no todos tenemos las mismas opciones, y que ser migrante conlleva más prejuicios que puertas abiertas.
Madres con discapacidad
María tiene una discapacidad intelectual y una niña de 5 años, a la que tienen pena en el cole, porque su madre “no es normal”. Ella ha luchado por dar lo mejor a esa niña, de la que presume porque es muy lista, porque está “muy espabilada” para su edad, porque la profe le ha dicho, en la última tutoría, que es una niña estupenda… y yo añado un “estupenda como su madre”.
María sin embargo, sabe que si un día llega tarde, o la niña se mancha camino del colegio, o se pone un calcetín que no es, como me puede pasar a mí con mis hijos, la van a someter a juicio. Sabe que el entorno siempre duda de su capacidad y que tiene que demostrar seis veces más que el resto, que está preparada para ser madre y que no es un peligro para su hija.
El papá de la niña también es de los que desapareció un buen día. Pero eso no importa, porque para la sociedad el foco está en ella, pues es la madre que tiene una discapacidad. Escucharla hablar te demuestra que la cordura y el sentido común no tiene mucho que ver con los certificados médicos, pero eso, el entorno no lo sabe, o tal vez, prefiere ignorarlo, y la critican y la llaman inconsciente.
Como María, muchas mujeres con discapacidad no son consideradas posibles madres. A muchas directamente se las obliga a esterilizarse (da igual la ley que existe, pues el chantaje tiene a veces más poder que un juez), y ocurre que luego son perfectas para cuidar a los sobrinos y a los padres cuando son mayores…, pese a que se les tildó de inútiles para tener hijos propios.
Nuevas familias
Tengo amigas que han decidido ser madres solas, y ahí van con su proyecto debajo del brazo, reivindicando su capacidad de elegir; o que se han quedado solas porque la vida, les ha arrebató a su compañero, y sin poder reconstruirse ellas, han tenido que abrazar la realidad intentando sostener el equilibrio de los suyos; tengo amigas que comparten la maternidad con otras mujeres, liderando nuevos proyectos de familia que se enfrentan al reto de normalizar algo tan simple como el amor.
También las que han asumido el rol sin ponerle nombre, para dar amor a los hijos de sus parejas, porque para querer no es necesario parir, y ejercer de madre (o padre) lleva implícito “preocuparse por” y “cuidar a”, y la biología no marca estos axiomas.
Y sobre todo, tengo cerca a mi madre, referente de una generación que nació con la idea de que la mujer tenía que casarse, ser esposa y tener hijos a los que cuidar. Que estar en casa era su destino, y que intentar mantener a su familia unida, era su obligación. Mujeres que, como mi madre, renunciaron a su proyección personal, porque en algún momento, alguien les vendió una moto y un cuento que no siempre tenía final feliz.
La monomarentalidad
Mujeres que han aguantado, desde la soledad de una crianza sin recursos y en exclusividad, a un hombre que aparecía y desaparecía ejerciendo de padre a ratos, mientras su vida no incluía noches sin dormir, ni miedos de sus hijos, ni conflictos que no sabían resolver, ni exámenes de matemáticas por preparar, ni los primeros desamores, caídas de la bicicleta o necesidad de acompañamiento en el duro camino de la adolescencia.
Mujeres que, como mi madre, intentaron suplir la ausencia de un padre como en aquella época se solía hacer: fingiendo normalidad y jugando a las familias felices sin el valor de declarar la monomarentalidad como la forma de alcanzar la felicidad, porque no eran conscientes del valor de lo que hacían, y no sentían orgullo sino vergüenza, porque el que se va y no quiere estar, no se pierde una suerte de amor y abrazos, como se pinta desde el romanticismo la ausencia del padre; simplemente elige una vida sin las complicaciones que conlleva educar y sin la renuncia por el cuidado.
Y es quien se queda el héroe –o la heroína, casi siempre—quien se remanga y asume que la vida sigue y las necesidades también. Mi madre ha sido un ejemplo de mujer que, sin saber bien qué hacer, simplemente hacía porque era lo que tocaba, sin reconocerse valor por ello.
Muchas de las madres de entonces lo hicieron así. También las que caminaban acompañadas por maridos que vivían ajenos a la familia, al cuidado, al hogar. Que metían dinero en casa, previo control del presupuesto, y el resto era cosa de ellas, sin tiempo ni opción para saber quiénes eran o cuáles eran sus deseos o anhelos vitales, más allá de imitar a una Lucille Ball, que sin focos, no sonríe tanto.
El primer domingo de mayo es el día de la madre. Podría terminar hablando de conciliación y todas esas cosas que reivindicamos las que aspiramos a una sociedad igualitaria, pero no lo voy a hacer, porque más allá de la política, y de los discursos partidistas, hay mujeres cuyas historias siguen en la sombra. Hoy solo quiero poner en foco en ellas y decirles: gracias.