La filtración del vídeo del interrogatorio judicial en el caso Mouliaá-Errejón ha puesto de manifiesto una realidad que muchas mujeres víctimas de violencia sexual enfrentan en los tribunales: la violencia institucional. Este caso ejemplifica por qué sólo una de cada diez víctimas de agresiones sexuales se atreve a denunciar en España, un país donde la violencia machista y sexual es estructural y, pese a los intentos para combatirla a través de la Ley Violencia de Género, no se logra frenar su incidencia.
En el artículo “Violencia machista, una cuestión de Estado”, expusimos los datos que evidencian la gravedad del problema: “Una de cada dos mujeres en España ha sufrido algún tipo de violencia machista”. Esta violencia, ejercida mayoritariamente por hombres del entorno cercano de las víctimas, se manifiesta de manera más evidente en sus formas psicológica, física y sexual. Cada día se registran en el país más de quinientas denuncias por violencia machista, y cada dos horas se interpone una denuncia por agresión sexual; aunque se estima que sólo un once por ciento de estos delitos llega a denunciarse.
Lo peor es que las cifras no sólo han aumentado, sino que tanto víctimas como agresores de estas formas de violencia son cada vez más jóvenes, y es mayor la brutalidad de estos actos, según confirman estudios especialistas como el de Rodríguez-Franco et al. Según los datos más recientes del Ministerio del Interior, “cuatro de cada diez víctimas de delitos sexuales son menores de edad” y casi dos de cada diez son niñas menores de catorce años. Estas cifras revelan un aumento del 14,8% en estos delitos, cometidos en su mayoría por hombres menores de 30 años.
¿Qué es la violencia de género institucional?
La violencia de género institucional se define como aquella violencia ejercida por los Estados o por sus instituciones, autoridades, funcionarios, agentes o cualquier otra persona que actúe en su nombre, cuando por acción o omisión incumplen su obligación de proteger a las mujeres contra la violencia, garantizando su derecho a la igualdad, la dignidad, intimidad y su seguridad.
El Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica (en adelante, Convenio de Estambul) en su artículo 5, establece que los Estados parte deben abstenerse de cometer cualquier acto de violencia contra las mujeres y asegurar que todas sus estructuras actúen de conformidad con esta obligación, promoviendo un entorno de respeto y protección efectiva de los derechos humanos de las mujeres.
En España, este marco normativo que protege contra la violencia machista y sexual ha sido ratificado como normativa desde 2014 y resulta vinculante para el Estado español; así como también la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de la Asamblea General de Naciones Unidas (CEDAW) de 1993, donde se reconoce la protección contra “la violencia física, sexual y sicológica perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra” (artículo 2.3).
La violencia de género institucional puede manifestarse a través de la acción, omisión o negligencia directa de las instituciones del Estado al perpetuar o tolerar actitudes, discursos y prácticas discriminatorias que revictimizan, cuestionan, intimidan o desprotegen a las mujeres que acuden en busca de justicia y amparo. Esto incluye, entre otros, el trato irrespetuoso, hostil, vejatorio o discriminatorio hacia las víctimas de violencia durante los procesos judiciales, violando los derechos reconocidos en la LO de Garantía Integral de la Libertad Sexual, el Estatuto de la Víctima del Delito y la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
La revictimización judicial como violencia institucional
El interrogatorio conducido por el juez Adolfo Carretero a Elisa Mouliaá evidencia un patrón de conducta judicial que contraviene directamente el Estatuto de la Víctima, la Ley de Libertad Sexual, el Convenio de Estambul, la CEDAW y demás normativa que reconoce el derecho de las mujeres a no sufrir revictimización. Durante los siete minutos más significativos de la sesión, se documentaron 15 interrupciones a la denunciante, caracterizadas por un tono inquisitivo, machista, vulgar y, en ocasiones, sarcástico.
Preguntas como «¿Sabe usted para qué se sacó el miembro viril?». «¿Cuánto duró el tiempo que estuvo chupándole las tetas, tocándole el culo, el glúteo y todo eso?». «¿Le bajó las bragas o algo?», «¿cómo que se zafa y se va?». ¿No sería que usted sí quería algo con ese señor y al no responderle, le denuncia?” revelan un discurso intimidatorio y hostil que cuestiona y veja a la víctima, perpetuando los estereotipos más dañinos sobre la violencia sexual, pues pone el foco en su conducta y no en la del denunciado.
Elisa Mouliaá: el doble rasero en el trato judicial
El contraste en el trato dispensado a ambas partes resulta especialmente revelador. Mientras la denunciante fue constantemente interrumpida, cuestionada y hasta humillada por el juez, el acusado recibió un trato marcadamente diferente, caracterizado por gestos de complicidad y comprensión, evidenciándose cierta tendencia a dirigir el relato de ambas partes.
Esta actitud partidista en el trato procesal no sólo compromete la imparcialidad y neutralidad judicial que le es exigible, sino que también constituye una forma de violencia institucional que refuerza las barreras que enfrentan las víctimas al denunciar, en este caso la actriz Elisa Mouliaá. Y, desde luego, la filtración del vídeo a los medios por parte del juzgado evidencia un claro menosprecio a la intimidad y dignidad de la víctima, que debería de haber sido protegida, tal y como establece las leyes pertinentes.
Por estas razones, el CGPJ estudia expedientar al juez Carretero. No estamos ante una cuestión de estilo o un error de criterio, sino ante una actuación que compromete principios básicos del Estado de Derecho y que exige una respuesta contundente por parte del CGPJ. Ahora que este órgano es presidido por una mujer es el momento más adecuado para cumplir el deber de implementar la perspectiva de género en las instituciones y exigir su cumplimiento.
La perspectiva feminista en la justicia es un deber impostergable
La trascendencia de este caso va más allá de sus protagonistas. El caso de Elisa Mouliaá representa un ejemplo paradigmático de por qué el 90% de las víctimas de violencia sexual desconfían del sistema, temen denunciar y exponerse a la revictimización, al escrutinio público y a no ser creídas. Las mujeres y niñas que denuncian violencia sexual no sólo enfrentan el trauma de la agresión, sino también el de un sistema que frecuentemente las revictimiza e intimida.
Es imperativo que la vergüenza y el escrutinio social se reoriente hacia quienes ejercen la violencia y hacia quienes, desde posiciones de poder institucional, la perpetúan. El sistema judicial debe garantizar que los interrogatorios se realicen con respeto a la dignidad de las víctimas, evitando preguntas que reproduzcan estereotipos sexistas, que busquen desacreditar su testimonio o, como en el caso de Mouliaá, que en su afán de aclarar los hechos se acorrale a la víctima.
El caso Mouliaá-Errejón-Carretero debe servir como punto de inflexión para reevaluar cómo el sistema judicial trata a las víctimas de violencia de género, violencia sexual y violencia institucional. Como nos recuerdan las juristas de Mujeres Juezas, Juristas Themis y, entre otras, la magistrada Gloria Poyato, la formación en perspectiva de género para operadores jurídicos, autoridades y profesionales de la materia no es una opción, es un mandato legal.
Este deber, junto a la implementación obligatoria de la coeducación en todas las etapas educativas, son exigencias democráticas urgentes necesarias para garantizar el acceso efectivo a la justicia, reducir los niveles de violencia contra mujeres y niñas y justificar los casi cinco mil millones de euros que se destinan a combatir la violencia machista y sexual e España, sin mayor éxito.
Las mujeres y niñas tenemos derecho a vivir sin violencia y a que el Estado, sus instituciones y la sociedad nos garanticen el ejercicio efectivo de este derecho. Para garantizarlo, como nos enseñó Giséle Pélicot, la vergüenza tiene que cambiar de lado, se debe situar del lado de quienes perpetúan la cultura de la violación aún prevalente, tanto de los agresores como de las autoridades, medios de comunicación o personajes públicos que les facilitan la impunidad.