Guy Debord ya habló de la sociedad del espectáculo (1967); Zygmunt Bauman acuñó el concepto de sociedad líquida (2013) y más recientemente Byung Chul Han ha denominado sociedad del cansancio (2022) al momento que vivimos. Y es posible que otros pensadores hayan hecho otras aportaciones en este sentido. Pues bien, aunque no soy filósofa, voy a permitirme añadir una nueva descripción de la sociedad actual: la sociedad del sentimiento o de los sentimientos, que no solo está sustituyendo al pensamiento racional, sino que está afectando al sistema normativo y legal en no pocos países.
Por definición los sentimientos son estados de ánimo o disposiciones emocionales cambiantes: ira, miedo, amor, tristeza, alegría, rabia, odio y así hasta un listado de 450 emociones y sentimientos diferentes que pueden ser experimentados por los seres humanos, según los especialistas.
Los sentimientos son emociones subjetivas que se experimentan individualmente, y además no de una manera permanente, por lo que resulta un despropósito pretender que los sentimientos constituyen el sistema para organizar la sociedad, y mucho menos que se utilicen para conformar el marco legal.
Por eso cuestioné en su momento que hubiera “delitos de odio”, y que se hiciera una ley que los castigase; ¿por qué no una ley que establezca que las personas tenemos que amar a nuestra familia, a los vecinos y en general a los demás? ¿Quién puede saber si una persona odia o ama? Se pueden objetivar situaciones discriminatorias, injuriosas, de desigualdad, pero nadie puede saber, salvo el que lo siente, si lo que siento es odio, amor, envidia o frustración.
Sin embargo, es sobre los sentimientos sobre los que se está constituyendo el marco conceptual de referencia: yo siento esto y eso se constituye en verdad irrefutable, pues no existe ninguna manera de objetivar lo que solo puede ser experimentado interiormente. Ya hay quienes han acuñado el concepto de sentipensar: yo no solamente pienso, sino que también siento, y mis sentimientos hay que tenerlos en cuenta, tanto o más que mi propia capacidad de razonar.
Como se ha encumbrado el sentimiento por encima de la razón, cada vez queda menos margen para la opinión libre, la discrepancia ideológica, el debate público o el cuestionamiento de cualquier concepto que nos parezca discutible, porque cualquier cosa que se diga puede “ofender” los sentimientos de alguien, individuo o colectivo e incluso incurrir en delito.
Que los sentimientos configuren el sustrato sobre el que se erige la justicia no es sino otro paso más en el proceso de derribo al que se está sometiendo la razón, la realidad exterior, los hechos comprobados, la evidencia científica y la verdad compartida, esa que Nietzsche decía que era necesaria para que hubiera comunidad.
Los sentimientos también pueden ser utilizados para doblegar la voluntad de alguien, y lo vemos en el ejemplo reciente de la Junta de Castilla y León de impulsar lo que han dado en llamar “medidas para fomentar la natalidad”. Ofrecer a una mujer que desea abortar la posibilidad de oír el latido fetal y ver una ecografía 4D al inicio de la gestación no tiene otra finalidad que disuadir, por la vía del sentimiento, de hacer algo que le puede ocasionar culpa o remordimiento. Un chantaje emocional para que las mujeres renuncien a interrumpir un embarazo no deseado.
Una sociedad no puede regirse por los sentimientos –las pasiones del alma, que decía Descartes– sino por normas racionales, objetivables, medibles, evaluables. Las feministas ahora tenemos que reclamar, entre otras cosas, lo evidente: ser mujer no es un sentimiento. Ser mujer es un hecho objetivo y es una de las dos posibles encarnaciones del ser humano. Todo lo demás es querer convertir los deseos en derechos. Y definir los derechos según los sentimientos de cada cual.