En los últimos días he visto y/o leído muchas cosas sobre el velo islámico (hiyab), la propuesta de prohibición en el espacio público (y especialmente en los centros docentes) y la reivindicación que han hecho estudiantes de Parla que, desde el ateísmo más absoluto (según dice la portavoz), defienden la libertad de las mujeres a llevarlo. Los argumentos que he visto que se esgrimen son varios.
Habría que prohibir agujerear las orejas, ya que solo se practica a las niñas. Este argumento se cae fácilmente, porque si bien perforar los lóbulos era una práctica tradicional para diferenciar a las niñas de los niños, con el paso del tiempo ha dejado de ser “obligatoria”, y la han adoptado muchos chicos y hombres, jóvenes y no tan jóvenes. Es fácil ver orejas perforadas con uno o varios aretes pequeños, medianos y talla XXL. Por tanto, es una práctica unisex que ya ha perdido todo símbolo de sumisión por razón de sexo.
Habría que prohibir también los crucifijos, las medallas y todo signo exterior que evidencie religiosidad. Otro argumento que se cae, porque ya no hay simbología religiosa en las escuelas, y nadie lleva una cruz o un relicario (si se acuerdan de lo que es), en la cabeza o de forma ostentosa. Si alguien lleva medallas o cruces las llevan bajo la ropa, y como los zarcillos, tanto pueden llevarlas los chicos como las chicas. Por tanto, no es un símbolo comparable al hiyab, que solo llevan las chicas y de forma muy evidente.
Habría que prohibir a las monjas que se pongan las tocas. Otro argumento que no se sostiene, porque las monjas –las pocas que quedan – eligen los hábitos ya mayores de edad, y además las órdenes religiosas hace tiempo que dieron libertad para que las monjas, si quisieran, pudieran vestirse como seglares.
Otros argumentos son más pedestres, del tipo: “si no hacen mal a nadie, qué más da, lo que se pongan”, o el más incontrovertible: “hay que aceptarlo si lo hacen desde su libertad”.
Solo desde el individualismo más exacerbado, el que ha entronizado la idea de la libre elección, se puede entender la defensa de una práctica que impone la religión a las mujeres de la que están exentos los hombres. Solo desde un sistema ultraliberal que cree que el individuo es libre, absolutamente, para tomar sus decisiones, se puede sostener esta postura.
Desde esta perspectiva todo es justificable si se hace “con libertad”, desde prostituirse a alquilar el útero, hormonarse, someterse a operaciones estéticas o cualquier otra barbaridad. Las prácticas culturales (concedamos que la religión también es cultura) nunca son producto de una decisión personal, sino que se han constituido colectivamente por un grupo humano que ha fijado sus tradiciones, sus costumbres, sus valores, su idea de lo que está bien o mal, entre las cuales la subordinación de las mujeres, y una moral específica para ellas, ha sido una constante universal. Pueden evolucionar, pero también retroceder.
Considerar que ponerse el hiyab es una decisión equivalente a cambiar de camisa, vestir de verde o de azul, ponerse falda o pantalón, dejarse el pelo largo o corto es haber asimilado el discurso de la publicidad: “Poder elegir es tu poder”, dice el eslogan de un banco catalán actualmente en liza con otro más potente. A eso se reduce nuestro poder como consumidores, esa es nuestra suprema libertad. Elegir entre Fairy o Mistol.
La defensa del hiyab es además muy cómoda, te hace aparecer como tolerante, respetuosa, buena persona; la pregunta es, si en lugar de este velo que tapa el cabello se tratara del niqab (que solo deja una ranura para los ojos) o incluso el burka (que cierra incluso esa rendija con una rejilla), ¿también defenderían su uso por parte de las chicas en los centros docentes?
Las feministas, que somos universalistas, creemos que una prenda cuyo no uso puede costarle a una mujer la cárcel o incluso la vida en algunas zonas del planeta, no puede ser reivindicada como liberadora en otras, en donde se cree que todo es una cuestión individual. Lean a las mujeres de origen musulmán que han escrito sobre el tema, como Wassyla Tamzali, Najat El Hachmi, o Mimunt Hamido que explican por qué el velo es una prenda que simboliza la sujeción y el lugar subordinado que han de ocupar las mujeres en la sociedad. Por otra parte, como dice Celia Amorós, las feministas no cuestionamos las decisiones individuales de cada mujer, sino las razones que las llevan a adoptarlas.
Cuando veamos a los hombres de nuestra área cultural usar el pañuelo de la misma manera que ahora utilizan los pendientes, quizá podamos considerar que el hiyab ha dejado de ser un símbolo de la sumisión femenina para convertirse en una prenda sin connotaciones políticas. Mientras tanto, usar el velo en occidente es tan empoderante para las mujeres como volver a ser una Trad Wife o tener una página en OnlyFans.