He hecho mía la vida de otra mujer, la de una madre coraje kurda residente en Turquía con lo que eso supone. La voy a escribir en primera persona porque es un relato, a ratos, contado desde la inocencia y ternura de una niña a quien arrancaron de su vida a su padre, condenado sin juicio a cadena perpetua en una prisión turca. Aquella pequeña que rezaba para volver a abrazar a su padre y jugaba a volar para huir de su realidad es hoy una mujer valiente, o como se dice en kurdo, Keça Wêrek, una hija valiente. Ella desea permanecer en el anonimato… pero su historia merece ser conocida por todos.
Cuando los regímenes autoritarios y represores logran la ruptura de los lazos afectivos de aquellos que guardan en las cárceles y sus allegados, han logrado su objetivo. Lo logran por medio de sentencias judiciales injustas ejemplarizantes que empañan a las familias con estigmas que las relegan al ostracismo. ¡Que cunda el miedo en su entorno inmediato!
La cárcel es un espacio inhóspito que deshumaniza hasta al más beato. El preso político es un muerto en vida. La separación física forzosa se torna alienación sentimental y estigma por igual. La muerte en la más absoluta soledad en un terreno hostil sería la peor de las muertes. De ahí que los kurdos cuiden de sus presos con mimo. Lejos de dejarse amedrentar, ellos luchan con más ahínco.
Las crueles venganzas del sistema judicial turco
La destino de esta mujer kurda es la historia de muchas mujeres en Kurdistán. Ella, como las otras, debe suplir todas las carencias que ocasiona el encarcelamiento o la desaparición forzosa de sus hombres. Cargan en sus hombros el peso de todas las responsabilidades, el cuidado de la familia y el jornal para alimentarlos. Cuantos más atropellos sufren, mayor es su acervo para lograr justicia. Cuantas más crueles son las venganzas del sistema judicial turco, más alta va su cabeza por el camino de la libertad. Cuanta más represión intenta ahogarlos, más se reafirman en la lucha por mantener su identidad.
No nos sorprenda, pues, que los hijos de represaliados se unan a las milicias kurdas como hicieran dos hermanos suyos. Sobre ellos, les hablaré en otro artículo. Pero también muchas mujeres se alistan a las organizaciones militares kurdas. No tienen miedo. La población kurda está repartida entre Turquía, Siria, Iraq e Irán desde hace poco más de un siglo que fue cuando se establecieron las fronteras hoy vigentes.
Los que están “sobrados de fuerza bruta” no parecen tener la suficiente fuerza para doblegar a este pueblo ancestral ni la suficiente inteligencia para persuadirlos. Que sea ella misma la que les cuente su historia de resistencia. Ahora habla Keça Wêrek, mujer kurda de Turquía.
La vida de Keça Wêrek contada en primera persona
«Ha pasado 29 años en la cárcel en total. Media vida. Es mi padre y me resulta difícil hablar de él porque casi no lo conozco. Mis recuerdos son un amasijo de metales que chirrían cada vez que muevo un uno para ver lo que hay detrás. En los últimos 29 años lo he visto 3 veces. Ahora tengo 36 años y soy mujer kurda
Yo tenía entre 6 y 7 años cuando lo llevaron a la cárcel por vez primera. Tengo recuerdos nítidos de él de la niñez. Era un hombre apuesto y bien vestido de la etnia yazidí. Tengo 8 hermanos y hermanas. Tres de mis hermanos son más jóvenes que yo y los otros cinco son mayores. Éramos felices todos juntos. Los mayores tendrían entre 19 ó 20 años cuando se lo llevaron a la cárcel por vez primera.
Fue un shock para mí. De repente, ese hombre tan guapo estaría ausente más tiempo del habitual y no entendía muy bien por qué. Nadie sabía cuándo iba a volver. Eso me llenaba de congoja y tristeza. La incertidumbre es una losa pesada que dificulta la vida y me refugié en la fantasía.
Los sueños y rezos de una niña por volver a sentarse en el regazo de su padre
De niña me imaginaba que, cuando se rezaba y formulaba un deseo, Dios me escucharía y ese deseo se cumpliría. No se hizo realidad. Yo echaba mucho de menos a mi padre porque quería volver a sentarme en su regazo. Él me acariciaba el pelo y me abrazaba. Me sentía tan feliz con él… Se me ocurrió un día que podría ir volando como un pájaro a ver a mi padre.
Me subí al tejado plano de nuestra casa, abrí los brazos, salté al vacío para volar. Tenía 6 años. Caí estrepitosamente de una altura de unos 7 metros. Tuve mucha suerte de que en el pavimento estuviese lleno de excrementos secos de oveja y el aterrizaje no fuese tan doloroso.
En Kurdistán hay siempre vacas y ovejas en la calle, no es como en Ankara o Izmir. Por eso, lo intenté otra vez y me volví a caer en la parte trasera de nuestra casa. Me dio mucha rabia y pensé que Dios no existía. Si existiera me habría ayudado. Pero yo no cejaba en mi empeño de ir a ver a mi padre y lo intenté una tercera vez, pasadas dos semanas.
Fui al monte con dos amigas que estaban recogiendo plantas. Es muy habitual en Kurdistán recoger y secar plantas medicinales. Yo estaba recogiendo unas flores muy bonitas. Debajo de una flor se escondía un pájaro que se asustó mucho al verme y empezó a correr monte arriba. Empecé a seguirle y, poco antes de la cima, el pájaro cogió carrerilla y voló.
Jugar a volar para escapar de la realidad
Fue en ese momento en el que me percaté de que yo no había podido echar a volar porque tenía que hacerlo como el pájaro. Pues cogí carrerilla, salté al vacío y me caí en la falda del monte en una zona árida repleta de guijarros. El golpe fue tremendo y algunos guijarros se me incrustaron en la mano. También tenía heridas en el trasero y en la tripa. Tenía unos dolores insoportables y no podía respirar un rato largo. Si Dios existiese, me habría ayudado, pensé.
Aquí terminaron mis experimentos de aviación, pero yo seguía añorándolo. Mi padre jugaba mucho con nosotros. Me compraba cochecitos y jugábamos a carreras de coches. También me compraba faldas y vestidos preciosos y yo me paseaba delate de él. Nos gustaba a los dos. Una vez, me compró un vestido muy bonito y todos los vecinos me preguntaban que quién le había comprado el vestido. Yo sentía que mi padre estaba totalmente orgulloso.
En esos ocho años, yo no tuve padre y había en mi vecindario un hombre al que acudía y con quien jugaba. En mis sueños pensaba que era mi padre. Deseaba mucho que este hombre me acariciase mi pelo, igual que lo hacía mi padre. A veces, solía estar muy ensoñada. Un día corrí hacia él y yo instintivamente le llamé papá. El hombre me miró con sorpresa. En aquel mismo momento, me avergoncé de haber dicho eso. Tenía unos 10 años.
Captura y cárcel del padre
Mi padre estaba siempre de viaje porque era insumiso y no había hecho el servicio militar en el ejército turco. Andaba en todo momento vigilante y no tenía trabajo fijo. Temía que lo que lo apresaran los soldados y se lo llevasen a la mili. No quería servir en el ejército turco. De ahí que se dedicase al tráfico de armas. Compraba armas en Turquía y las exportaba a Siria.
El dinero que ganaba con el contrabando de armas daba para mantener a mi madre y mis ocho hermanos. La posesión de armas estaba prohibida en Turquía y su tráfico era delito. Ese fue el motivo de su encarcelamiento. El las vendía a quien se interesaba por ellas. No abastecía de armas a milicias kurdas. En un momento determinado, intentó asaltar un banco estatal, pero lo capturaron. Estuvo años preso en una cárcel de Izmir.
Me arrancaron a mi padre y yo no sabía qué hacer para recuperarlo. Cuando era niña vivía en un mundo de ensoñación y fantasías porque lo echaba de menos. Y en esos sueños diurnos veía a mi padre. Veía una calle larga y, a lo lejos, divisaba una silueta negra. Corría hacia ella y veía que era mi padre que me esperaba con juguetes en la mano. Me causaba profunda alegría. Incluso a día de hoy tengo esos sueños que me permiten superar los altibajos de la vida.
Me zambullo en un bosque de fantasías que me calman cuando actualmente deseo tener algo que no puede ser. Suelo soñar despierta y me parece que es realidad. No me alegran esas fantasías, pero me ayudan a sobrellevar momentos difíciles. Se me empañan los ojos cada vez que estoy inmersa en las fantasías de mi niñez. Debo reponerme a menudo de estas emociones tan fuertes que me quiebran la voz. Tengo experiencia en la contención y sigo contando mi historia.
Después de salir de la cárcel, estuvo trabajando como cualquier otra persona de nuestro entorno. Todo normal. Ya no vendía armas ni hacía contrabando con ellas. Felicidad total, aunque él sabía que todavía podían llamarlo a filas.
Un día vio un control de la policía turca en la carretera, a lo lejos. Sintió miedo. Paró el coche en la acera y salió corriendo en dirección contraria. Los policías lo vieron y se alertaron. Empezaron a seguirle y le dispararon. Los disparos no le alcanzaron. Se adentró en un polígono residencial donde también había casas abandonadas. Vio cómo un policía entró en una casa abandonada y él fue detrás. Mi padre solía ir armado.
Le puso la pistola en la espalda y le dijo que no le iba a hacer nada y que le entregase la pistola. El policía se la dio y se marchó. Mi padre logró huir con dos pistolas. Después se enteró que el policía perdería su trabajo y nunca más lo admitirían en el cuerpo por haber perdido la pistola. Le dio pena. Se citó con el policía y le devolvió su arma unos días después. La sanción por perder armas en Turquía es de prisión, suspensión de empleo y expulsión de las FFAA. El policía le puso una denuncia y lo metieron otra vez en la cárcel. Pasó siete años en prisión.
Poco después de salir de la cárcel, después de haber cumplido las condenas íntegras, volvieron a buscarle. Lo encarcelaron sin que hubiese cometido ningún delito porque “alguien que vendía armas y después fue capaz de arrebatarle la pistola a un policía tenía que ser un hombre peligrosísimo”. Le condenaron a cadena perpetua. Y está en la cárcel desde entonces. No sé si hay alguna ley en Turquía que legitime tal condena a cadena perpetua.
Desde luego, fue sin juicio.
La disidencia y la cárcel desangra a las familias
Recuerdo a mi abuela llorando siempre hasta que murió hace 17 años. No le dejaron a mi padre ir a su entierro. Cuando metieron a mi padre en la cárcel, empobrecimos de la noche a la mañana. Teníamos vacas y ovejas y teníamos que ir a pastar con ellas. Es lo que hacía mi madre que todavía vive. También lloraba ella porque tenía nueve hijos. Sus dos hijos mayores trabajaban, pero no les llegaba ni para comer. Mi abuelo materno nos ayudaba pero también lo hacían los vecinos. Teníamos campos y nos ayudaban a regarlos. La solidaridad es una seña de identidad del pueblo kurdo.
En estas circunstancias, solo cuatro hijos fueron a la escuela. Yo no fui a la escuela porque no había escuela donde vivíamos, pero cuando tuve uso de razón aprendí a leer y a escribir por mi cuenta.
La vida en una cárcel de Turquía
El día a día en una cárcel turca es complejo. Son cárceles en las que el hacinamiento es la norma. Los dormitorios son salas enormes con decenas de literas en las que no hay intimidad alguna. Están todos los presos de todos los tipos juntos. Igual da que sean delincuentes menores, asesinos o presos políticos. Los conflictos entre unos y otros son continuos.
Mi padre cuenta que había dos grupos de presos que se enfrentaban y pegaban en la cárcel. Un día, él quería tomar un té. Uno de los hombres de un grupo rompió una botella de cristal y le atacaron con la botella rota. En otra ocasión, un hombre le metió ocho cuchilladas en la cárcel. Los cuchillos salieron de la cocina. Que sepamos, le hirieron cuatro veces. Las reyertas en las cárceles turcas son habituales porque son espacios sin ley. No se investigaron las circunstancias de la pelea. Las víctimas son doblemente víctimas porque no se persigue al victimario dentro de la cárcel.
Mi padre cuenta que la comida es horrible, a veces. No sabe si lo hacen aposta o son deslices. A veces sabe la comida a jabón o gel. Dice que es un sabor insoportablemente horrible. Muchas veces les dan productos caducados para comer. En su dieta tienen carne, pero muchas veces el pollo huele y sabe a podrido. A veces, también los huevos del desayuno están podridos. Muchos presos suelen quejarse de dolores de vientre, vómitos y diarrea cuando les dan comida así. No les queda más remedio que comerse la verdura porque, si no, se morirían de hambre.
Los días se hacen largos y la única actividad de esparcimiento que tienen es el gimnasio al que pueden acudir a hacer ejercicio. Además, y debido a la mala alimentación, algunos suelen pasar su tiempo haciendo pulseras que, después, venden sus familiares y amigos. El dinero que recaudan lo retornan a los presos.
Hay un supermercado en la cárcel y los presos les dan dinero a los carceleros. Estos compran los alimentos que piden los presos en el supermercado. No les está permitido a los presos acudir al supermercado por su cuenta. Muchos presos se alimentan de las cosas que compran en el supermercado.
Tres visitas en 30 años
El régimen de visitas es de una visita mensual. En estos treinta años, lo he visitado tres veces. Mi hija, su nieta, lo ha visitado una vez. Cuando era más joven, estaba pensando todo el tiempo que quería ir a verlo, pero cuando estaba frente a él sentía rabia. La última vez que lo visité tenía yo 27 años.
Me encontré con un hombre mayor de pelo canoso y ojeras muy oscuras y muy grandes. Ese no era el padre que yo guardaba en mis recuerdos. No sentí a ese hombre como mi padre. Era un hombre aquejado de muchos problemas de salud además de la cadena perpetua. Decidí que no quería verlo más. ¿Por qué me había pasado eso? ¿Cómo pudo mi vínculo emocional con mi padre tambalearse o quebrarse?
En otras visitas a la cárcel, mi padre nos daba ánimos y nos apoyaba psicológicamente. Él nos decía cuando lo visitábamos en la cárcel que no se avergonzasen de él si alguien nos insultaba. Siempre nos inculcó que fuésemos fuertes y que nos defendiésemos de los que nos quisiesen humillar. Pero el hombre viejo que visité cuando tenía 27 años ya no me dijo esas cosas. Yo quería al otro hombre, al hombre guapo que jugaba conmigo. Hace poco hemos sabido que va a recobrar la libertad dentro de cinco años. Nos está permitido mantener videoconferencias. Nos hace inmensamente felices».
Aquí termina el relato de esta hija valiente, madre de tres hijos.