Pilar, Malen y Antonio Lalaguna Bergua tienen los escasos objetos de su abuelo Maximino guardados con mimo. De su petaca de tabaco de cuero sacan con cuidado la última carta que llegó de él. La escribió el 2 de septiembre de 1937 horas antes de que fuese fusilado contra la tapia del cementerio de Jaca. Maximino Bergua fue uno de los “nueve sin nombre” que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) exhumó en el camposanto del norte de Huesca hace una semana. La familia Lalaguna Bergua fue la que promovió el rescate de los restos de la fosa común de la guerra civil.
Los nietos conservan las cartas que Victoria le mandó a su marido Maximino mientras estaba preso en Jaca, a una treintena de kilómetros de Biescas. En su pueblo siguen viviendo los nietos de y la única hija de estos, Teresa. Las dos generaciones han sido albaceas de su recuerdo y de la injusticia que se cometió con él.
Atesoran también los papeles de filiación de su abuelo y un pañuelo, rezurcido, con unas manchas de sangre, seguramente suya. Fue todo lo que les devolvieron tras su fusilamiento el 3 de septiembre de hace 86 años por una banda fascistas. Los objetos y dos fotos de él es todo lo que queda de Maximino. Eso y el recuerdo vivo de cómo murió y dónde fue arrojado su cuerpo.
Llevaban años dándole vueltas a la idea de recuperar los restos del padre de su madre. Muchas veces habían hablado sobre ello. ”Siempre lo habíamos dicho entre nosotros. Es algo que te reconcome, que llevas muy clavado y llega un día que dices o lo hago ahora o ya…”, explica Antonio Lalaguna.
A finales del año pasado se pusieron en contacto con la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). Les dieron los datos que tenían sobre la fosa y el asesinato de los nueve rehenes, tomados tras el sabotaje de la línea eléctrica que abastecía la zona sur del Valle de Tena, en Huesca.
Con las referencias que conservaban y lo que averiguó la asociación con sede en León, recompusieron lo ocurrido. Su abuelo y otros ocho vecinos de Biescas fueron tomados como rehenes. Las autoridades mandaron apresar a civiles hasta que apareciesen los culpables del atentado contra la red eléctrica, a inicios de la guerra civil, en 1936. “Dijeron, ‘mándame nueve de Biescas, tres por cada pilona derribada’. Nos gustaría saber por qué se escogió a esos hombres y entre ellos a mi abuelo”, dice Pilar.
Los apresaron y los llevaron a Jaca, sin que conste ninguna filiación a bando de la guerra, partido o sindicato ni participación en ningún acto violento. Once meses después, sin juicio ni acusación, un pelotón fascista los asesinó y arrojó en la fosa de Jaca.
Cinco días al pie de fosa y un suspiro de alivio
Los tres hermanos estuvieron al pie de excavación del cementerio jacetano durante los cinco días que llevó el rescate minucioso de los huesos de los nueve cuerpos. Antonio Lalaguna incluso participó en las labores. “Es increíble ver con el cuidado, el mimo y el respeto que trabajan los de la asociación. Se lo agradeceremos toda la vida”, afirma Antonio.
“Cuando al quinto día cubrimos de tierra la fosa y miré atrás, lancé un suspiro. Ya estaba”, explica. En ese momento se cerró una herida que había llevado abierta tres generaciones. Teresa Lallaguna, hia de Maximino, de 87 años, que solo tenía 8 meses cuando se llevaron a su padre y año y medio cuando lo mataron, también está contenta de saber que descansará, finalmente, en el cementerio de Biescas junto a su madre.
Mi madre tuvo mucho miedo, 86 años después aún tenía miedo
“Cuando le dijimos a nuestra madre que íbamos a desenterrar al abuelo estaba asustada. No dejaba de repetir ‘qué miedo, qué miedo’. Pero ahora está muy contenta de que vayamos a recuperar sus restos y los traigamos aquí”, cuenta Pilar.
Antes la anciana pensaba que para qué remover lo pasado. Tenía miedo al qué dirán, miedo a que se politizase el acto, miedo con el que vivió la mayor parte de su vida. Teresa Bergua era una niña la última vez que vio a su padre. Siempre vivió a la sombra de su ausencia. Hasta los cinco años la vistieron de luto. “El vestido y hasta el lazo es negro”, dice Pilar mientras muestra la foto de Teresa de niña.
“Lo que hemos hecho es cerrar una herida”, coinciden los tres hermanos. No hay lugar para rencor ni rabia. No hay revanchismo ni buscan culpables. Solo asumen que han cumplido con un mandato tácito que les confirió su abuela, muerta en 1990.
“Lo hemos hecho y es algo que nos encomendó mi abuela, saltó la generación de mi madre. Y ha sido un alivio”, insiste Pila. “Lo que no me imaginaba es cómo estaban allí tirados los cuerpos, peor que perros”, añade con pena Malen.
“Durante toda la semana que duró la exhumación tuve sentimientos de alegría, pena, incertidumbre, certeza… Según avanzaban los trabajos ves más cerca el final. Al principio no sabes si van a encontrar los cuerpos, si habrá uno o nueve o ninguno”, comenta Antonio.
“Los de la asociación ya nos habían preparado por si no estaban allí”, apunta Pilar. Aunque en esta exhumación tenían muchos datos para situar a los “nueve sin nombre”. En los años 40, cuando el cementerio se quedaba pequeño, quisieron desenterrar a los 400 fusilados enterrados en 26 fosas centro del recinto y echarlos a un osario.
Una fosa protegida y dignificada por las familias de los fusilados
Los familiares de los nueve se negaron y “acorazaron” la fosa. Echaron una capa de hormigón de 20 centímetros sobre el lugar en la que les habían dicho que habían sido arrojados. “Tuvieron valor de proteger la fosa nada más acabar la guerra, con la dictadura y con eso se aseguraron de que no los arrojasen al osario o se los llevasen a otro lugar”, dicen los hermanos.
A finales de los años 50, la dictadura ordenó el traslado de 33.840 personas, procedentes de 500 fosas de 460 municipios al Valle de los Caídos, según datos recopilados por la Asociación Innovación y Derechos Humanos.
En los años 70, las mismas familias en un intento de dignificar el enterramiento colocaron una lápida de mármol sobre la capa de hormigón. Así, la fosa ha estado protegida y la localización para la exhumación ha sido más sencilla.
Precedente para otras exhumaciones
Hace cuatro meses Antonio Lalaguna se puso en contacto con la ARMH. Ellos se han ocupado de todo los trámites. “Lo único que hicimos nosotros es ponernos en contacto con las familias. Siete son de aquí, que es con los que pudimos contactar y estuvieron de acuerdo con la exhumación. A los otros descendientes de los dos que quedaban, que provenían de Agüero e Igriés, se les hizo un llamamiento por los medios cuando ya había comenzado la exhumación y aparecieron”, cuenta Antonio.
El proceso les ha parecido más sencillo de lo que esperaban y animan a otras familias a que den el paso. “Creo que hemos sido el precedente y que parientes de los muchos que hay en fosas en el cementerio de Jaca van a animarse a recuperar a los suyos”, afirma Pilar Lalaguna. En el camposanto jacetano se calcula que hay 26 fosas y unos 400 fusilados.
La ARMH, que se financia con aportaciones de los socios, se encarga de hacer la investigación. Ellos recopilan datos históricos, de hacer el proyecto, prospecciones previas y de conseguir los permisos necesarios, tanto del Ayuntamiento de Jaca, como de la Diputación General de Aragón. “Son un equipo técnico extraordinario, tanto por la profesionalidad con que hacen los trabajos, como por su calidad humana. Son muy cercanos, los sentimos como si fueran de tu familia. No los vamos a olvidar”, sostiene Antonio Lalaguna emocionado.
En España, según datos del Ministerio de Justicia (ahora es el Ministerio de Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática el responsable de estas cuestiones) hay 4.265 fosas comunes de la guerra civil. El número de víctimas, es de 57.911, y el de desaparecidos supera los 114.000. Aunque estas cifras, según mantienen diversas fuentes, son incompletas.
Estudios antropométricos y pruebas de ADN para la identificación
Los estudios antropológicos de los restos y la comparación con el ADN recogido a la Teresa Bergua tardarán en torno a seis meses. Será entonces cuando los huesos de los ‘nueve sin nombre’ vuelvan a casa. “En nuestro caso, al estar viva la hija, la muestra de ADN hace más fácil la comparación. Solo quedan tres hijos directos de los nueve de la fosa, el resto de las muestras se han tomado a nietos o sobrinos-nietos”, explica Pilar. Los tres hermanos hablan casi como expertos acerca de todo el proceso que han aprendido mientras asistían a la excavación.
La abuela, Victoria, a la que cariñosamente llamaban Lalita, nunca ocultó nada a sus nietos sobre lo que le pasó a su marido. Los llevaba a ver la tumba. “Muchos domingos de niños íbamos a Jaca a ver la la tumba en la que suponíamos que estaba el abuelo. En casa, no es como en otras familias que se callaba lo que pasó en la guerra. Nosotros siempre lo tuvimos muy oído y muy cercano”, recuerdan los hermanos.
En las cartas que recuperaron tras el fusilamiento de Maximino, Victoria, con una caligrafía cuidada y escrito con plumín, le cuenta a su marido que le ha mandado “una muda” o que le envía unas piedras de mechero y algunas pesetas que había conseguido juntar.
Sobre todo le da noticias de la hija de ambos. Le dice cómo crece, que come bien, detalles del día a día de una niña a la que ya no vería crecer. En una de ellas le dice “cuando vengas tú le darás de comer”. Siempre confió, como ella misma le escribe, que al ser inocente le dejarían volver.
De Maximino solo conservan una última carta escrita a lápiz. Puede que escrita con la mina que el equipo de exhumación sacó intacta de la fosa y que se debieron ir pasando los condenados. Antonio muestra la imagen que lleva en el móvil “La madera del lapicero se pudrió en tantos años, pero la mina perduró. Mira con el cuidado que exhuman los restos que la mina la sacaron entera”, cuenta Antonio Lalaguna.
Su hermana Pilar lee la misiva del abuelo. Se emociona con la hondura de lo que cuenta y de pensar que que solo unas horas después lo asesinarían. “Ya sabía que les habían llevado a la ermita de la Victoria para fusilarles”. Maximino se la envió a su suegro y comienza diciendo: “En estos momentos que me quedan les digo que no desesperen”.
Ni odio ni rencor, solo recuperar a los suyos para ‘traerlos a casa’
“El primer día cuando volvimos de la exhumación mi madre estaba muy nerviosa y emocionada, preguntándonos cómo había ido. Esa noche no durmió”, cuenta Malen Lalaguna. “Yo hubo muchas noches que no dormí –apunta Antonio”.
Sobre quienes dicen que abrir fosas es remover el pasado y sembrar odio, la familia Lalaguan Bergua, que además de su abuelo materno tenían en la fosa de ‘los nueve sin nombre’ a un tío abuelo paterno, Benito Lalaguana son tajantes al negarlo. “Quienes dicen eso es porque no tienen un padre o un abuelo enterrado de esas maneras. Politizan algo que no tiene que ver con ideologías sino con sentimientos”, afirman con convicción.
Ellos no promueven venganza ni quieren saber de culpables de la detención o de la delación de sus parientes. Consideran que ese no esa no es la cuestión que les ha movido a solicitar la exhumación. “No tenemos nada contra nadie, solo queremos traer a los nuestros a casa. Mi abuela estaría feliz si viviera, sonreiría de oreja a oreja. Nunca se lo hubiese imaginado que nos lo íbamos a traer”, reconoce Pilar Lalaguna.
De su abuela mamaron esa falta de rencor. “Nunca habló mal de nadie. Era la bondad personificada. Cuando se quedó viuda se ocupó de su suegro que era ciego y de la mano lo llevó cuando tuvieron que echarse al monte para escapar de la guerra en Biescas. A mi madre la llevaba una vecina en brazos”, explica la nieta de Maximino. Todavía no han pensado si harán algún tipo de ceremonia al enterrar los restos o si harán algo en conjunto con los otras familias. Lo que saben es que descansará, por fin, junto a su abuela, 86 años después de su asesinato.