Hace ya algún tiempo subí un hilo a Twitter en el que decía que pretendía abrir un “melón” muy feo: señalar hasta qué punto la sociedad es tolerante y permisiva con determinados comportamientos sexuales inadecuados hacia las mujeres por parte de algunos varones con discapacidad física o intelectual. El hilo partía de una historia real.
Una chica de mi entorno más cercano me contaba que un día tomando algo con un amigo, se acercó un conocido de éste, un joven con una discapacidad intelectual leve pero evidente, y se sentó con ellos. Al rato y mientras el amigo iba al servicio, el joven le preguntó a la chica si le podía dar un abrazo. Ella, movida por esa mezcla entre compasión y culpabilidad que todas acostumbramos a sentir hacia las personas con discapacidad, le respondió que sí.
El abrazo, acompañado de un beso en la mejilla, húmedo e intenso, para el que ella no había dado su permiso, se prolongó todo el tiempo en que el amigo estuvo ausente, y se interrumpió abruptamente cuando éste regresó a la mesa. Al momento, y casi sin mediar palabra, el joven se marchó.
La chica entonces, le contó a su amigo lo ocurrido en su ausencia y lo incómoda que se había sentido con la situación, a lo que el amigo le respondió eso era un prejuicio suyo motivado por ser un varón quien le había mostrado afecto (un afecto excesivo con una desconocida), y que probablemente no habría estado tan incómoda si hubiera sido una mujer. Ella le contestó que, efectivamente, no se hubiera sentido igual si hubiera sido una mujer y que, vista la falta de empatía demostrada por su parte, no quería seguir más con la conversación.
Apelar a la pena
Cuando me narraba esta historia no hacía más que incidir en lo violentada e incomprendida que se había encontrado, lo vulnerada y desamparada, a lo que yo le respondí que era una reacción lógica porque tal situación no era más que una forma de abuso sexual.
También me contó que, posteriormente a ese episodio, había coincidido con conocidos mutuos de ella y del mencionado joven, alguno familiar incluso, y que le habían confirmado que, efectivamente, era muy habitual en él propasarse y mostrar excesivas muestras de afecto con las chicas apelando siempre a la pena. Yo subí la historia expresando mi rechazo hacia ese tipo de comportamientos y, mientras intentaba analizarlos y buscar una explicación a los mismos, me surgieron un montón de preguntas.
¿Por qué a los chicos (y las chicas, pero sobre todo los chicos) que padecen algún tipo de discapacidad física o intelectual no se les enseña a reprimir sus pulsiones sexuales de la misma forma que se les enseña a controlar cualquier otro tipo de comportamiento antisocial?
¿Por qué a un niño o adolescente que sus padres tienen preocupación porque aprenda a leer y escribir, porque aprenda a hablar, porque aprenda a controlar esfínteres o a usar cubiertos, no se le enseña a dominar sus apetencias sexuales más básicas?
¿Por qué no se les enseña a respetar el espacio corporal de los demás? ¿Por qué no se les enseña que han de ser comedidos en sus expresiones de afecto ante la duda de que puedan incomodar a los otros?
¿Por qué, al igual que se les enseña que su propio cuerpo es sagrado y que nadie tiene derecho a tocarles sin su consentimiento (como forma de prevenir los abusos y agresiones sexuales de los cuales, sobre todo las mujeres con discapacidad, son victimas propiciatorias), no se les exige, por la misma razón, que controlen las ganas de tener contacto físico para con los demás?
«Tampoco son para tanto»
Como es de suponer, estas preguntas retóricas tienen una respuesta, y la respuesta no es otra que, todos estos comportamientos no reprimidos, abusivos, irrespetuosos e invasivos, totalmente tolerados, permitidos e incluso excusados, lo son porque las victimas de ellos son principalmente mujeres. Y ya se sabe que en una sociedad como la nuestra donde el machismo es estructural, las conductas de abuso e incluso de agresión sexual hacia nosotras “tampoco son para tanto”. Y que es que “solo son cariñosos”.
A partir del hilo y mis conclusiones se produjo una especie de «me too» en el que muchas chicas comentaban que se habían sentido plenamente identificadas con la historia y que ellas también habían padecido situaciones similares con primos, conocidos, hijos de amigos o vecinos. Contaban como se habían visto violentadas e incluso toqueteadas por jóvenes y no tan jóvenes con discapacidad disculpados por el entorno bajo el pretexto de, “pobrecitos, no seas tan seca que solo te quiere dar un beso». También hubo muchas compañeras que habían trabajado o trabajaban en centros o colegios y que coincidían en la importancia de establecer límites y no dejarse mover por la compasión hacia estos chicos.
Tolerancia parental
El caso es que días más tarde me vi obligada a borrar el hilo porque una conocida periodista, cuyo hijo tiene una discapacidad intelectual, encontró mi publicación y amenazó hasta con demandarme al decir yo que había una gran tolerancia parental (ella se lo tomó sólo como maternal) con las conductas abusivas de los varones con discapacidad. Ella, que tiene una asociación de ayuda para niños con discapacidad, debió de sentirse ofendida y cuestionada como madre. Se ve que, aunque yo en ningún momento culpabilizara en exclusiva a las madres, sino a toda la sociedad en general, ella se dio por aludida.
Así que, no. En ningún momento mi intención fue culpabilizar a las madres, esa cuidadoras permanentes 24/7 sin ayuda, sin vacaciones, sin formación, muchas veces sin recursos y sin bajas por enfermedad. Sólo quiero evidenciar un problema social directamente relacionado con la educación y con el machismo estructural. Porque lo que sí puedo afirmar es que, según mi experiencia propia como profesional de la pedagogía a lo largo de más de 30 años, hay dos tipos de escenarios a la hora de abordar la educación de los niños y niñas con discapacidad y que responden casi exclusivamente al nivel socioeconómico de los progenitores.
«Asistencia sexual»
Por último, esta falta de observancia hacia determinados comportamientos de los varones con discapacidad y el inadecuado tratamiento de las de conductas sexuales inapropiadas, tiene una terrible e indeseada consecuencia.
Es lo que sirve de justificación para el lobby proxeneta de la necesidad de los servicios de la mal llamada “asistencia sexual”, ese eufemismo con el que se denomina a lo que también es prostitución, como mostraba aquel espeluznante reportaje emitido en la televisión pública catalana donde la madre de un hombre con Síndrome de Down consideraba imprescindible estos servicios ya que, gracias a ellos, su hijo había dejado de agredir sexualmente a las mujeres por la calle.
Resumiendo, hay que abrir el “melón” de la excesiva tolerancia e incluso permisividad de la gente hacia los comportamientos sexuales inadecuados de los varones con discapacidad. Y hay que hacerlo sin la losa católica de la culpabilidad y la compasión. Porque es necesario que en una sociedad que se dice civilizada las mujeres puedan estar seguras y no invadidas y violentadas por cualquier hombre, sea cual sea su circunstancia. Y porque ellos también tienen derecho a una socialización basada en la dignidad y no en la pena.