moustros
Dominique Pélicot,
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Monstruos normales

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Siempre creímos que los monstruos eran seres que se diferenciaban a primera vista. Bien por su altura descomunal, sus garras como garfios, su cuerpo cubierto de pelambrera, sus andares destartalados, su boca desencajada, no sé, engendros que a primera vista causaban espanto y contra los que te tenías que prevenir. O salir huyendo. Pero resulta que no, que vas por la calle y te puedes encontrar monstruos de lo más normalito; sin ninguna seña o marca que los identifique, con lo cual resulta imposible diferenciar quienes son los monstruos y quienes no. Puede ser un monstruo tu marido, tu jefe, tu hijo, tu vecino, tu cuñado, tu suegro, individuos anodinos que no llevan en la frente ninguna marca distintiva, ninguna señal, ningún gesto que los desenmascare.

Por eso sorprende que los medios de comunicación sean tan hábiles en identificar como “monstruos” a hombres que no lo parecen en absoluto. ¿Por qué se llamó “el monstruo de Amstetten” a Josef Fritzl, que mantuvo a una hija y los siete hijos que tuvo con ella encerrados en el sótano de su casa durante 24 años? Por la misma razón por la que ahora se habla del “monstruo de Mazan”, Dominique Pélicot, que ha sometido a su esposa, Gisèle, mientras estaba inconsciente, a las violaciones reiteradas de todos cuantos hombres lo han deseado durante 9 años, entre los cuales han sido identificado 51. 51 “monstruos” que no se diferencian en nada de los que no lo son.

Y es que es muy duro para los hombres ser congéneres de unos tipos capaces de cometer tales indignidades. Calificarlos como “monstruos” es una manera de poner distancia, de decir “not all men”, de poner de relieve que esos comportamientos abyectos solo pueden venir de personalidades degeneradas, psicópatas, individuos antisociales y delincuentes. Sin embargo, Dominique Pélicot “parecía” un marido, padre y abuelo ejemplar. Josef Friztl era un ingeniero bien visto en su comunidad; los 51 “monstruos” que violaron a Gisèle mientras estaba drogada eran maridos, padres o hijos, y trabajadores: funcionario, electricista, enfermero, periodista, bombero, artesano. ¿Cómo es que en sus respectivas actividades laborales nadie identificó su “monstruosidad”?

Todos estos “monstruos” tienen en común haber sido educados bajo una estructura social patriarcal que ha atribuido a los hombres el poder político y social, un poder que ha incluido tanto la prerrogativa de proteger a “sus” mujeres como de subyugarlas, o de utilizar la violencia como arma de control contra ellas para asegurarse su sumisión. ¡A las mujeres afganas les han prohibido hasta la voz!

Todos los hombres han sido socializados en la idea de que la violencia es consustancial a la masculinidad: desde “los niños no lloran”, hasta “esto lo arreglamos en la calle”, pasando por “no seas gallina” hasta el hecho de tener que ser un héroe y dar la vida en las guerras, cosa que hemos visto en todo tipo de producto cultural, pensamiento, literatura, cine, etc.; todos son elementos graduales de la idea de virilidad. Claro que hay diferentes grados de subordinación, pero por lo que respecta al patrón masculino todavía hay mucho que cambiar.

Cuando una mujer sola va por la calle por la noche lo que quiere es llegar lo más pronto posible a su casa, y cualquier hombre le parece un peligro. Cuando un hombre va solo por la noche le resulta impensable que una mujer le pueda agredir. ¿Por qué un hombre se arroga el derecho de abordar a una mujer, llámese Diana Quer, Laura Luelmo, la chica de Igualada o cualquier otra y violarla?  Porque en su fuero interno “siente” que es un privilegio que la sociedad le concede y puede hacer uso de él, aunque a veces el intento se tuerza y acabe incluso en asesinato.

Así que, por favor, hombres que os ofendéis porque las mujeres os tengamos miedo, pensad que no llevar una marca distintiva en la frente hace muy difícil distinguir a los monstruos de los que no lo son.

Sois vosotros los que tenéis que desenmascarar a esos “buenos ciudadanos” capaces de estas tropelías, dejar de reírle las gracias cuando envían videos o fotos o chistes sexistas, dejar de contemplar pornografía donde se humilla, veja o maltrata a mujeres, concienciar a vuestros colegas que tener sexo con una mujer que no goza no es mantener relaciones sexuales sino explotación sexual. Exigir coeducación en las escuelas para que las criaturas aprendan en igualdad, y enseñar a vuestros hijos que las chicas no son un producto de usar y tirar.

Los “monstruos” no nacen, sino que se hacen, y toda la sociedad –y los hombres los primeros –tiene que implicarse en desmontar esta ideología que confunde afán de dominio con masculinidad y violencia con sexualidad. 

Juana Gallego

Profesora universitaria