Se supone que los medios de comunicación son ese espacio de la esfera pública donde se debaten las diversas posturas que existen sobre los temas que preocupan a la sociedad. Por definición, los medios deberían propiciar la presencia de voces diferentes, con reflexiones, argumentos y análisis con perspectivas variadas con el objetivo de que las personas tengan elementos de juicio suficiente para hacerse su propia composición de lugar. Sin embargo, las feministas hemos sido silenciadas en los últimos años.
Las feministas llevamos mucho tiempo intentando hacer llegar nuestras reflexiones a la opinión pública, pero salvo pequeños medios que nos acogen, y a los que agradecemos su apoyo, los grandes medios, tanto públicos como privados, escritos o audiovisuales, impresos o digitales han decidido expulsar de sus contenidos las voces del feminismo.
Cierto, se da espacio a algunas voces de mujeres feministas siempre y cuando esa postura se alinee –salvo excepciones– con las tendencias sociales hegemónicas, tendencias que podrían coincidir, para simplificar, con las de un postfeminismo neoliberal, posmoderno y transinclusivo.
Temas que deberían ser objeto de vivos debates por parte de la sociedad para que colectivamente llegáramos a consensos necesarios para la convivencia, se han escatimado dando por supuesto que algunas cuestiones no son debatibles ni discutibles. De tal manera que se han acabado promulgando leyes sin que la sociedad haya tenido opción de discutir los conceptos que esas normas, sin discusión alguna, han impuesto.
Cuestiones esenciales
Pero que una norma se haya impuesto legalmente no significa que tenga razón, o incluso que la sociedad la tenga que aceptar sin rechistar. Sí, hay que acatarla, porque si se infringe se puede incurrir en delito, pero eso no debe presuponer que las personas discrepantes con esa ley no puedan y deban querer hacer públicas las razones que les asisten para oponerse. Sobre todo, si afectan a cuestiones esenciales que han estructurado u organizado nuestro sistema social y que ahora, sin debate ni discusión pública, ese consenso social básico ha sido dinamitado con leyes o normas disparatadas o irracionales.
¿Cómo hacer para que parezca que existe consenso social sobre aspectos cruciales de nuestra existencia, como es la división sexual binaria de la especia humana, la imposibilidad de cambiar de sexo, la idea de lo “trans” como una condición innata, las implicaciones de la mercantilización y redefinición de la maternidad y su vinculación con la “gestación subrogada”, la violencia y explotación implícita en el sistema prostitucional o en la pornografía, y tantos otros temas sobre los que se ha legislado ya, en algunos casos, o se desiste legislar, en otros?
¿Cómo se consigue, insisto, ese aparente consenso social? Fácil: silenciando aquellas voces críticas que aportan datos, estudios, investigaciones, argumentos, análisis, evidencias empíricas que contradicen la falsa uniformidad que pretende imponerse como la única verdad posible.
Las feministas somos el principal objetivo de la censura
Las feministas somos silenciadas sistemáticamente por resistirnos a aceptar una ficción que se quiere imponer como realidad. Somos las que decimos que el sexo es la categoría de clasificación social primaria sobre la que se construye la desigualdad entre hombres y mujeres, y que no puede ser eliminado o vuelto irrelevante sin graves perjuicios para nosotras.
Y que desde luego no se puede elegir a voluntad. Somos las que afirmamos que la prostitución no empodera a quienes la ejercen, sino que las explota y violenta; somos las que decimos que los vientres de alquiler no pueden convertirse en una “técnica de reproducción” y que es la forma más extrema de explotación del cuerpo de las mujeres; somos las que decimos que la pornografía es el aprendizaje del desprecio de las jóvenes, y que la hipersexualización de niñas y mujeres no otorga poder, sino perpetuación de estereotipos dañinos.
Pero en lugar de responder a nuestros sólidos argumentos, evidencias y razonamientos se responde con silencio, señalamiento público, deslegitimación, descrédito y desprestigio personal, ridiculización, ostracismo y hostigamiento cuando no amenazas e intimidación. O tachándonos de antiguas, mojigatas, defensoras de privilegios, reaccionarias y opuestas al progreso, lo inclusivo y la diversidad.
Las feministas somos el principal objetivo de la censura y la cultura de la cancelación ejercida por los medios de comunicación porque nos resistimos a acatar los dogmas que se quieren imponer como nueva noción de verdad. Pero la verdad, como decía Antonio Machado, no es vuestra verdad. Las feministas estamos comprometidas con la verdad. La vuestra, quedáosla.