Un día cualquiera, una mujer cualquiera, se dirigió muy pronto al mercado. Sabía que a su marido le encantaban las carrilleras y que, por las limitadas existencias del producto, se agotaba rápidamente si no madrugaba. No podía permitirse comprar mucha cantidad, así es que se conformó con 4 pequeñas carrilleras. Volvió corriendo a casa, contenta con su compra, la guardó cuidadosamente y se fue al trabajo.
Terminada la jornada de mañana, fue a casa y preparó amorosamente las carrilleras en una salsa de su propia invención que todo el mundo le alababa porque era realmente deliciosa. Y cuando estaba finalizando el guiso, se presentó inesperadamente su hijo a comer. «Como es lógico», puso la mesa para los tres pero ella se limitó a comer la ensalada del primer plato sirviendo dos carrilleras a su marido y dos a su hijo. Cuando este último le pidió a su padre que le pasara al menos una de las carrilleras, el padre, con justa indignación, le dijo que «ni loco» le entregaría parte de su ración. Que él tenía ya la suya. Ninguno de los dos pensó -en ningún momento- en darle ni siquiera media carrillera a su esposa o su madre.
A eso, entre otras cosas, es a lo que llamamos las feministas «socialización femenina»: que nos desvivamos pensando en lo que los varones quieren o desean, y que nos orientemos a satisfacer sus deseos antes que los nuestros. Cuando lo denunciamos, nos dicen que eso no es socialización, sino amor. Pero entonces, ¿solo nosotras amamos? Porque ellos están socializados en la satisfacción de sus propias necesidades. Y por tanto, según esa línea argumental, podríamos concluir que los hombres no aman, en realidad, a las mujeres.
En fin, quizá pensemos que la anécdota con la que he comenzado este artículo es del todo trivial, si no fuera porque es extremadamente frecuente y hace que las mujeres nos situemos, permanentemente, a la cola de los intereses masculinos, por haber interiorizado y, lo que es peor, naturalizado, tal actitud de renuncia personal.
El Partido Feministas al Congreso se presenta a las elecciones al Parlamento Europeo
Y así llegamos a donde les quería traer. En el Partido Feministas al Congreso [PFAC], sin ayuda económica de ningún tipo, más allá de las exiguas cuotas de sus pocas afiliadas -ante el desamparo político e institucional de las mujeres, la creciente violencia sexual y de pareja, la injusticia patriarcal, la rampante feminización de la pobreza, la disparada explotación sexual y reproductiva de las mujeres apoyada, justamente, en esa pobreza que es funcional al sistema y que por ello no existe interés alguno por corregirla- decidimos abordar nuestra primera concurrencia a un proceso electoral: Las elecciones al Parlamento Europeo del próximo mes de junio.
Pensábamos, con ello, plantar cara a la indiferencia y la inacción (cuando no a la exaltación vía «libre elección» y «empoderamiento») frente a esas realidades femeninas, por parte de los poderes públicos y de quienes aspiran a serlo. Pero entonces nos encontramos con una «barrera de entrada» impuesta por la Ley Electoral española que exige 15.000 firmas de ciudadanas y ciudadanos que avalaran nuestra candidatura o, alternativamente, el aval de 50 cargos públicos para poder presentarnos a los comicios.
Me permito llamar la atención sobre estos requerimientos tan elevados, especialmente si los comparamos con los exigidos, para estas mismas elecciones al Parlamente europeo, por ejemplo en un país como Austria que exige, o bien el aval de tres miembros del Consejo Nacional, o un miembro austríaco del parlamente europeo, o 2.600 firmas de la ciudadanía. Podría alegarse que es un país que apenas alcanza los 10 millones de habitantes. Pero es que, en Alemania, país con 84 millones de habitantes, se exigen 4.000 firmas como requisito para presentarse a las elecciones europeas.
En fin, como las feministas somos personas decididas, nos aprestamos -en el plazo limitado a unos pocos días- a ir a la «busca y captura» de las 15.000 firmas. Y entonces nos tropezamos, en no pocas ocasiones y con horror, a la tremenda realidad de la socialización femenina. Cuando nos dirigíamos a las mujeres (aunque también buscamos el aval masculino), muchas de ellas nos preguntaban por nuestro programa. Cuestión absolutamente legítima, dado que es normal no prestar nuestro aval a posiciones que pudieran no ser democráticas.
Aunque en este punto no quiero dejar de mencionar que firmar el aval para que un partido pueda presentarse a las elecciones, no presupone en absoluto que el voto quede vinculado al partido que se avala, porque ese voto sigue siendo libre y secreto. En realidad, y, con la excusa de evitar que se multiplique el número de partidos que se presentan, lo que supone es una medida de fomento del bipartidismo, modelo que ha demostrado sobradamente que no solo no refuerza la democracia, sino que la deteriora.
Así pues, entregábamos a esas mujeres, muy ilusionadas, un folleto conteniendo las principales líneas de un programa electoral que, por excepción y por una vez, ponía el acento en la agenda feminista. Una agenda que no es solo para las mujeres sino para el bienestar de toda la ciudadanía. Que reivindica una salud que tenga en cuenta las variaciones según el sexo para mejorar diagnósticos y tratamientos, que reivindica viviendas dignas, un transporte público de calidad, servicios sociales que dejen de cargar sus clamorosas carencias en las espaldas de las familias (especialmente de las mujeres), una Europa acogedora y valedora de la paz en lugar de promotora de la guerra. Que exige poner fin a la explotación de las mujeres por medio de la abolición de la prostitución, la pornografía y los vientres de alquiler…
Pero ¿saben lo que en realidad buscaban muchas de esas mujeres en el programa? Solo una cosa: el abordaje de la cuestión trans. De hecho, y específicamente, el de las «mujeres» trans. Les bastaba conocer nuestra afirmación -apoyada en la realidad y en la ciencia- de que el sexo no se puede cambiar, y nuestra posición crítica con la Ley Trans por aceptar que un cambio administrativo -que jamás biológico- de sexo, posibilite el deterioro de los derechos de las mujeres, para rechazar la firma del aval.
Y algunas lo hacían con un cierto aire de superioridad moral. A parecer, y de repente, quienes desde el feminismo consiguieron que ellas pudieran votar, estudiar, gozar de cierta independencia económica, la obtención, en fin, de derechos que jamás hubieran otorgado los varones sin el empuje de las feministas, ahora son «de derechas», sencillamente por no aceptar un sistema que pretende convencernos de que ser mujer es lo que digan los varones que es serlo.
No importa que les explicáramos que la Ley Trans posibilita el borrado de los esfuerzos deportivos femeninos por personas con una biología más potente que la suya, viéndose así aparcadas de pódiums y medalleros; que en algunos casos se empeore la seguridad y, en muchos más, la percepción de seguridad, que experimenta una mujer cuando en los espacios de intimidad pueden entrar personas con biología masculina intacta; que esa ley permite que varones, simplemente diciendo que se sienten mujeres (sea eso o no cierto, es incomprobable) puedan usurpar la acción positiva vinculada a la opresión por razón de sexo sin que ese sea su caso.
Nada de eso les importaba
Porque para ellas lo importante, que además borraba todos los demás aspectos en beneficio de las mujeres (¡y aún dicen que la Ley Trans no nos borra!), era respetar el deseo masculino de «ser mujer». Sin cuestionamientos, sin condiciones.
¿Ven ahora cómo la socialización femenina nos permea a todas sin apenas darnos cuenta? Muchas, demasiadas mujeres, están convencidas de que los derechos… y las carrilleras son para los hombres, mientras las mujeres debemos conformarnos, e incluso alegrarnos, con las pocas migajas que ellos nos dejen.
A la hora de redactar estas líneas no sé si conseguiremos las firmas necesarias para concurrir a las elecciones europeas (si aún hay tiempo, les animo a avalarnos). Lo que sí sé es que esta experiencia me reafirma en la convicción de que es imperativo y necesario disponer de una opción política feminista que no nos condene, como hasta ahora, a quedar subordinadas a los intereses masculinos. Porque no queremos estar por encima de los hombres, nunca hemos querido eso. Pero tampoco queremos ¡de ninguna manera! estar por debajo de ellos.